La falta no tiene la culpa

La falta puede ser ausencia y podemos ponerle el disfraz de persona o sentimiento pero, más allá de la emoción con la que cargamos a quien parece ser nuestro enemigo, aquel al que ubicamos en la vereda de enfrente convirtiéndolo en alguien ajeno a nosotros y al que muchas veces incluso desconocemos; es tan nuestro como cada una de las cosas que poseemos y nos definen. Es decir, la falta, por irónico que nos parezca, también nos constituye. Así, sin cuerpo y cargado de vacío, nos conforma.

Me resulta injusto pensar que no existen grises. Que es todo o es nada. Que tenemos que ser felices con lo que “nos es dado” o que silenciemos miedos, dudas o vivencias que son tan nuestras como las manos o las piernas.

La falta también es impulso. Es quizás esa voz que por momentos te hace seguir una especie de intuición para no quedarte con ese gusto que todavía sabe amargo. La falta es asumir una realidad (REAL-idad) imperfecta pero igual de genuina que tus otras emociones.

Creo que la falta nace o tiene un gran vínculo con nuestra necesidad de control. Ese miedo al cambio y la necesidad imperiosa de permanencia y de seguridad. De que todo ESTÉ, de que todo SIGA IGUAL.

“¿Qué pasa si hubiera ido por esa opción? ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿Era por acá?” Entender que en las elecciones hay algo que queda fuera de juego es también asumir nuestra responsabilidad en la decisión y por ende, en el nacimiento de esa falta. Es convivir con el cambio, el paso del tiempo y, si la suerte no está de tu lado, con una duda que siempre silbará bajito. La falta entonces, no es autora ni responsable, es solo un testigo incómodo.

Por elección o por destino, al final del día y con el correr de los años poco o nada permanecerá igual y las faltas vestirán muchísimos disfraces. Será trabajo nuestro intentar hacernos amigos.  


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